Matar a Borges

Escucho a Alejandro Dolina decir una verdad irrefutable:

“Para casi todos los que intentamos escribir, Borges es un perpetuo desafío, una perpetua tentación, una perpetua contradicción para atar alguna de sus actitudes personales con su arte maravilloso, la perpetua necesidad de no escribir como él. (…) Esa influencia, la casi desgracia de tener esa gigantesca sombra, estimula más que achata. Mucho peor es tener de figura señera a un escritor mediocre”.

Pensando en Jorge Luis Borges, me pregunto si será posible matarlo. A derrumbar su edificio literario, me refiero. Si alguien será capaz de demoler sus laberintos; que ya nadie se trague sus astutas mentiras; que se estropeen a la intemperie sus mapas infinitos; que se borren, al fin, las huellas inexorables a sus bibliotecas, a sus cuchilleros de mala muerte. Una resolución a lo Edipo —matar al padre, abolir su sombra, para tomar a la madre como amante— de la cual la literatura no es ajena. Pero no se puede matar a una sombra.

Para escribir, lo primero que hay que perder es la esperanza, por eso sé que no podré acercarme lo suficiente a Borges como para hacerle mella. Solía envidiar mucho su obra, lo que me hacía uno de sus partidarios; la envidia se me agotó con los años y con la variedad de lecturas, que tienen la virtud de aplacar algunas pasiones y volvernos suspicaces a la creación de otros, aunque queda bastante de él en lo que escribo. Como lector, aún disfruto de sus cuentos, cuando vuelvo a ellos, como quien se sumerge en un complejo mecanismo de relojería.

Y, sin embargo, tras la imagen reposada y simpática del viejo Borges no parecen esconderse las vacilaciones de un ídolo o la opinión odiosa a la que obliga el contexto, sino algo mísero y barbárico, como el perro arisco que se excita cuando huele sangre. ¿Un engrupido buscando el escandalillo que le diera fama, un lobo con piel de bibliotecario, un hipócrita panqueque? Si me atengo a la literatura, sus comentarios sobre los autores que no le gustaban tenía el tono del patotero de cantina, repartiendo ninguneos y descalificaciones como cachetazos. Es sabida su sentencia sobre la obra de Horacio Quiroga, de Storni, Tagore, de Mistral y tantos contra los que no se ahorró reproches (alguno con justicia, vamos), pero fue Lugones quien, por una crítica despiadada a su Romancero, casi lo reta a duelo, del que Borges zafó de morir por su corta vista.

(Breve acotación: paso por alto aquí las críticas de Borges a Gardel, Piazzolla y el tango canción, porque dan sobradamente para otro artículo.)

Y en temas políticos, su lengua no era menos bífida. No se privaba de deslizar en sus textos su mirada “civilizadora” y selectivamente liberal —como en el cuento “El otro”—, pero era frente al micrófono cuando se le soltaba la cadena y le salía el reaccionario apolillado que era. Como corta muestra de lo que vendrá, decía ser un anarquista spenceriano y aborrecía la “dictadura” de Perón, pero apoyaba la dictadura de Aramburu (que derrocó a Perón) y la de Videla (que desató el genocidio más sangriento de la Argentina). Todo un caballero de la vara caprichosa, este Borges, mucho más derecho que humano.

Víctima y responsable de una venganza literaria, de esas que en fecha y forma se cumplen, se dice que acabaría pagando con su mayor anhelo sus reivindicaciones totalitarias. En 1976, debía viajar a Santiago a recibir un doctorado honoris causa por la Universidad de Chile (recordemos que Pinochet llevaba tres años como señor de la muerte de esa larga y angosta faja de tierra). Una llamada de Estocolmo, desde donde llegaba el eco de que al fin lo premiarían, le recomendó a Borges desistir del viaje. Ante la disyuntiva, según lo dicho por María Kodama en El País (reproducido en El Mostrador), Borges fue taxativo:

“Mire, señor: yo le agradezco su amabilidad, pero después de lo que usted acaba de decirme mi deber es ir a Chile. Hay dos cosas que un hombre no puede permitir: sobornar o dejarse sobornar. Muchas gracias, buenos días”.

¿Honradez o falta de humanidad? Podríamos decantarnos, como la Kodama enamorada, por la “genial” respuesta de un Borges íntegro, incapaz de dejarse comprar con medallitas y glorias, si no fuera porque, tras la condecoración en Chile, no dudó en mandarse un discurso apologético para con las dictaduras de ambos países, honrando, de pasada, la memoria fascista de Leopoldo Lugones:

“En esta época de anarquía sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita. […] mi país está emergiendo de la ciénaga, creo, con felicidad. […] Ya estamos saliendo, por obra de las espadas, precisamente. Y aquí ya han emergido de esa ciénaga. Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una honrosa espada”.

Como si esto no bastara, también se sucedió la entrevista con el dictador chileno, que Borges cerró ante la prensa con una declaración no menos incendiaria:

“Es una excelente persona, su cordialidad, su bondad… Estoy muy satisfecho… El hecho de que aquí, también en mi patria, y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden, sobre todo en un continente anarquizado, en un continente socavado por el comunismo. Yo expresé mi satisfacción, como argentino, de que tuviéramos aquí al lado un país de orden y paz que no es anárquico ni está comunizado”.

Fue ese aplauso infame al horror lo que le dio el tiro de gracia a sus aspiraciones. El resto es historia: Borges se quedó con las infinitas ganas de recibir el premio sueco.

No deja de ser revelador lo que nos pasa a muchos argentinos con él: reverenciamos su obra tanto como detestamos sus ideas políticas y sus detracciones literarias. Y es revelador porque es parte de nuestro gen nacional amar a nuestros ídolos sin reservas u odiarlos sin clemencia, pero difícil las dos a la vez. Borges no tiene esa suerte o desgracia, quizá porque no es un ídolo, sino la sombra de un padre: el mejor de los guías y el peor de los enemigos o viceversa, a quien se debe respetar, pero igual matar para ser uno mismo.

En la literatura y entre quienes la forjan, la muerte del padre y el retorno de su sombra son temas recurrentes. Borges también lo perpetró en su Prólogo a Leopoldo Lugones (El hacedor, 1960) para cerrar, de manera extraordinaria pero muy tardía, una herida abierta por el mismo Borges en 1926 y que, tras la muerte de Lugones, se tomó otros veinte años en curar.

El círculo vuelve a cerrarse en la abolición de su sombra, en su muerte literaria, lo que me remite a la conclusión de Dolina:

“La única forma de matarlo es siendo superiores. Borges morirá cuando otro Borges lo supere”.

Matar a Borges
Etiquetado en: